El proyecto de sentencia del ministro Juan Luis González Alcántara Carrancá no plantea una resolución jurídica sino una solución política.
Treinta y seis días después de haber asumido la Presidencia, Claudia Sheinbaum enfrenta el mayor desafío que haya afrontado cualquiera de sus antecesores, cuando este martes la Suprema Corte de Justicia vote si aprueba o no un proyecto de sentencia que declara varias acciones de inconstitucionalidad de la reforma judicial, que puede detonar una crisis constitucional sin precedente al poner en entredicho el orden democrático en el país –de rechazarse– y marcaría su administración como autocrática, o de una confrontación entre poderes –de aprobarse–, donde ella tendría que ser árbitro y factor de gobernabilidad. El problema es que no tiene la fuerza política, ni para evitar llegar a ese cenit con una negociación que evite el choque de instituciones, ni para obligar a los líderes de su partido en las cámaras a que respeten la ley.
Hoy, la Presidenta parece estar a la deriva porque no tiene pleno control del barco mexicano, aunque sus primeras reacciones refuerzan el anclaje de un régimen autoritario, porque el Poder Judicial perdería autonomía y quedaría en manos del gobierno y el partido en el poder, y de quienes tengan más dinero para manipular jueces y magistrados o capacidad de intimidación, como el crimen organizado. Sería ese grupo el que tendría un Poder Judicial a modo, dictando sentencias en su beneficio.
Sheinbaum ha dicho que la reforma judicial es democrática y generará más justicia. Es falso. Alega, como lo hacen el obradorismo y sus voceros, que es lo que el pueblo quiso, y que votó por Sheinbaum para que el expresidente Andrés Manuel López Obrador, autor del esperpento judicial, hiciera lo que quisiera con la Constitución. Se pudiera argumentar que es cierto, en la Cámara de Diputados, donde el Tribunal Electoral le dio la mayoría calificada pese a no tener los votos, al ceñirse al sistema de asignación vigente desde hace años. Pero no se puede decir lo mismo en el Senado, donde la mayoría calificada la consiguieron mediante coerciones. Esto no es democracia sino chantaje. El proyecto de sentencia del ministro Juan Luis González Alcántara no plantea una resolución jurídica sino una solución política. Propone declarar inconstitucional la elección por voto popular de jueces y magistrados, pero mantiene la elección popular de ministros y magistrados electorales. González Alcántara explicó que el proyecto era “un ejercicio de autocontención, deseando el final de la crisis” que se vive. Su proyecto le entrega las cabezas de los ministros al régimen para saciar su sed vengativa por haber frenado a López Obrador, pero el gobierno y Morena quieren todo. Por eso, cuando sus argumentos de que la Suprema Corte no podía revisar una reforma constitucional –en el momento en que sólo estaban revisando si podía o no aceptar que se analizara–, Morena introdujo una nueva reforma llamada ‘supremacía constitucional’, para declarar improcedentes los juicios de amparo, las acciones de inconstitucionalidad y la controversia contra modificaciones o adiciones a la Constitución. Es decir, el gobierno podría hacer lo que quisiera sin que nadie pudiera evitarlo. Un ejemplo extremo, sólo con fines de ilustración, es que podría establecer la pena de muerte para los carteristas, y sería automáticamente legal.
Las bancadas de Morena en el Congreso y el Senado se apuraron para sacar la ‘supremacía constitucional’, para que el martes, sin importar la votación en la Suprema Corte, la reforma fuera irreversible. Corriendo, violando los procedimientos legislativos, se declaró la constitucionalidad de la reforma. Eso se logró con el voto de al menos 10 senadores que no se encontraban en el Senado. En tiempo récord 17 Congresos estatales la ratificaron. Lo hicieron porque pueden. Ese mismo día Sheinbaum ordenó su publicación en el Diario Oficial de la Federación para que entrara en vigor.
Sin embargo, por la impericia jurídica de Morena cometieron un error en su redacción, al señalar que la ley se aplicaría para todas aquellas reformas en “trámite”, por lo que no puede aplicarse a la reforma judicial porque no se encuentra en trámite, sino es un hecho. Pero para la forma como se comporta Morena, no parece que será relevante, porque han mostrado estar dispuestos a desacatar cualquier sentencia judicial que no les acomode.
Nadie sabe cómo resultará la votación en el Pleno el martes. Se da por descontado que las tres ministras subordinadas a López Obrador –Lenia Batres, Yasmín Esquivel y Loretta Ortiz– votarán en contra, pero no hay certeza de que las ocho ministras y ministros que renunciaron la semana pasada por su rechazo a participar a la elección popular de los juzgadores respalden el proyecto de sentencia.
Pero si lo hicieran, como ya lo advirtieron los morenos en el Congreso y el Senado, ignorarán lo que digan los jueces, provocando una crisis constitucional por el desacato a mandatos judiciales. Si eso pasa, la Corte está facultada para consignar a quien cometa desacato de un mandato judicial y girar la orden de aprehensión. Pero hasta ahí. La Fiscalía General tendría que cumplimentar la orden. Si la Presidenta desacatara el mandato, también podría ser considerada una presunta delincuente. Se antoja imposible que el conflicto escale hasta ese nivel, pero para efectos de argumentación, ¿qué hará la Presidenta?
Sheinbaum está por la reforma judicial en sus términos, y ya criticó el proyecto de González Alcántara. El ministro le regaló una salida política, que sería también una financiera, porque no hay dinero para organizar la elección de juzgadores el próximo año. Sheinbaum podría evitar una crisis y un probable fiasco electoral si respalda el proyecto de sentencia. Pero si lo hace, el obradorismo se le irá encima porque no tiene control sobre el movimiento, sobre Morena o sobre sus coordinadores legislativos, Adán Augusto López y Ricardo Monreal, que obedecen a López Obrador.
Nadie, como ella, estará a prueba el martes y los días posteriores. Depende del voto de los ministros, que en cualquier dirección que tome, definirá su gobierno: la Presidenta que apostó por la gobernabilidad por encima de López Obrador y los radicales, o la Presidenta que quedó subordinada a los radicales de López Obrador, que habrá mostrado tener más poder que la Presidenta.
Con información de El Financiero
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