El turismo, como todo fenómeno complejo, tiene también su “cara B”, sobre todo cuando se trata de una expresión de masas
Tras decaer las restricciones por la pandemia, el retorno masivo de turistas ha reactivado tres cuestiones claves: La sostenibilidad urbanística, la medioambiental y la económica. Porque el turismo ya no sólo es una estadística de visitantes, sino el ariete del impacto globalizador en ciudades y comunidades.
Recientemente el Cabildo de Lanzarote declaraba dicha isla como “turísticamente saturada”; Sevilla, Barcelona o San Sebastián persiguen apartamentos turísticos sin licencia y candidatos de todos los colores debaten si gravar o no con tasas las pernoctaciones.
El cuadro macroeconómico respira consenso: España está a muy poco de sobrepasar las tasas de crecimiento turístico del 2019. Pero resucitan dilemas prepandémicos avivados especialmente desde la llegada a la política de nuevos partidos tras la disrupción social e ideológica del atentado del 15-M.
No caben matices: ¿Tendrá Madrid tasa turística si gana la izquierda? ¿Seguirá De la Cruz la cruzada de Kichi contra los pisos turísticos en Cádiz? ¿Llegará la ecotasa a Canarias?
Y es que el turismo ha bajado a la arena política en forma de “doble T”: Tasas y turismofobia, conceptos surgidos en destinos como Cataluña, Baleares y Valencia y que han extendido su mancha por toda la geografía española.
La turismofobia se refiere al momento en que el roce no hace el cariño entre los locales y los visitantes.
Todos esos ingredientes han cuajado en la llamada turismofobia, un clima cuya temperatura oscila según se pregunte a un vecino de Palma, a un jubilado de Benidorm o si lanzamos una encuesta improvisada en una terraza madrileña en hora pico.
La Universitat de les Illes Balears definió en 2017 el concepto como “un sentimiento de rechazo por los residentes de un destino turístico hacia personas que vienen a visitarlo, pero no personal contra el turista, sino hacia el turismo de masas en general”.
Sean activistas asaltando un bus turístico en Barcelona, acciones contra el “sobreturismo” en Palma, contra la agencia vasca del turismo o contra la “masificación” del Xacobeo, estas quejas, a veces emprendidas por las ramas juveniles de partidos, quedan en la retina como imaginario de este fenómeno.
“No estamos contra el turismo, sino contra la masificación y el turismo descontrolado”, es el mantra que políticos como Ada Colau esgrimen contra determinados modelos cuando se pregunta si Barcelona puede soportar hasta 80 cruceros en un mes.
Pero el turismo, como todo fenómeno complejo, tiene también su “cara B” si vislumbramos otro fenómeno reciente: La España vaciada que pide turno ante los principales touroperadores para revindicar el turismo rural.
Es el caso de Castilla y León con su apuesta por un turismo de desconexión para nuevos perfiles de viajeros que demandan wifi en medio del campo; o Cantabria, donde el turismo no admite debates y sigue siendo ese gran invento y maná de riqueza.
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